Día Mundial de la prevención del suicidio.

Reconozco que los creyentes son más resistentes al desaliento y al fatalismo. Aunque todo vaya mal, la esperanza de que todo tiene un sentido y que un ente superior es el auténtico responsable último, ofrece una garantía. Una garantía que evita su destrucción. Pero quienes no creemos no tenemos ese salvavidas.

Si Dios no existe, todo está en nuestra mano. Bonito cuando se piensa en anhelos de libertad, de libre albedrío sin condicionantes. Cuando pensamos que la libertad es una fiesta en la piscina donde todo sale bien. Esa libertad es soledad y trabajo. Nos convierte en los únicos responsables de todo. No únicamente de nuestra vida sino de todo lo que sucede a nuestro alrededor. Sin Dios y a menos que seamos tan ingenuos de cambiar a Dios por la palabra «destino» y creer en ese sucedáneo, nos quedamos con una carga enorme para unos hombros muy pequeños. Cuando todo es nuestra decisión, cuando todo depende de nuestra voluntad y de nuestra acción porque no hay nadie más detrás, todo se torna precioso cuando sale bien e insoportable cuando se vuelve contra nosotros. El ateo tiene una espada sobre su cabeza que pocas veces considera. El dolor, la muerte y la desesperanza son su completa responsabilidad. Y aunque sabemos que muerte y dolor son inherentes a nuestra existencia, la ausencia de Dios nos hace depositarios de esa maldición. Cuando todo depende de nuestra mano, ¿cómo superar la pérdida? No hicimos lo correcto, no hicimos suficiente, llegamos tarde, fallamos, fracasamos. Y esa idea siempre aparece, tarde o temprano. Quizás también los creyentes la tengan, pero más diluida y débil. Su acción está subordinada a otra voluntad. La nuestra es autorreferencial. Se dirige a si misma y por si misma. Y cuando algo se tuerce, se queda en nuestro tejado.

Por ello los ateos tienen una tendencia al suicidio mayor. Imposible sufrir los horrores cuando tenemos que asumir que son nuestra culpa. Tarde o temprano la jarra está demasiado llena de culpa y de dolor. El creyente siempre tiene una válvula para esos casos. La voluntad de un ser superior y omnipotente le quita parte de carga. Su existencia, incluso, le da un sentido al dolor. Y la providencia da una esperanza en el mañana del que el ateo no dispone. ¿Es esto una defensa de la creencia en Dios? No. Aunque tiene efectos benéficos innegables. Es más una anotación para quiénes se encuentran sin Dios en sus horas bajas. Debemos ser conscientes de nuestras propias fuerzas. No podemos parar a la muerte. Quizás, con una voluntad titánica y una fuerza sobrehumana, podemos llegar a frenarla. Quizás, podamos ganar tiempo. Pero la muerte y el dolor siempre llegan a la cita. Quizás cinco minutos tarde, eso es todo. Así que ante ellas, podemos sucumbir rendidos y destruidos al entender que ellas son producto de nuestras decisiones y únicamente nosotros somos quiénes las traemos ante nosotros una y otra vez porque fallamos al actuar. Quizás sea verdad. Pero nuestra acción, generalmente únicamente acelera o refrena el proceso, jamás lo impide.

Por otro lado, llegado al más negro pozo de sentimiento de fracaso, quizás debiéramos recordar lo que hicimos bien, lo que hicimos correctamente y, especialmente, recordar que aunque nuestras fuerzas y nuestras acciones hayan sido insuficientes, es siempre mejor haber gastado toda la energía en luchar y hacer lo correcto a pesar de la derrota. Porque ahí se encuentra nuestra auténtica dignidad.

Cuando el fatalismo y ese círculo vicioso de culpa y dolor toman el control de nuestra mente, quizás sea demasiado tarde. La tristeza es normal. El dolor siempre aparece. Y la alegría. Y la enfermedad. Y los mosquitos en verano. Y el imbécil del BMW que no pone un intermitente. Son cosas inherentes a la existencia. Pero si que hay cosas que podemos evitar. Y eso es entrar en la espiral autodestructiva que produce el vacío existencial que se aparece en nuestras horas más bajas.

Hay que impedir la caída en ese pozo. Todos, tarde o temprano, jugamos en el borde, pero jamás hay que permitirse caer. Porque una vez allí, salir es muy difícil y ahogarse muy fácil.

Entiendo que es muy fácil decir esto sin dar ninguna solución, pero cada caso es un mundo y no puedo abarcar tanto con un sólo cuerpo. Pero si que puedo decir que cuando la vida parece carecer de sentido y cuando el dolor se aferra a nosotros de una forma asfixiante, no se debe solucionar tanto lo segundo como lo primero. Sé que muchos creen que el fatalismo y la carencia de sentido es producto de un dolor insoportable. Discrepo.

No hay dolor suficiente en el mundo para acabar con la voluntad de una persona con un sentido, un proyecto, una misión o un rumbo. Es cuando nuestro objetivo se agrieta, desaparece o, directamente, no tenemos, que el dolor, la angustia toma el control y nos ahorca más y más y con poca capacidad de resistencia. Pensemos lo que muchos somos capaces de soportar cuando tenemos algo que nos trasciende. Y no hablo de Dios.

Hablo de que aquellos que tienen algo más grande que ellos mismos por lo que luchar, es difícil que se dejen someter por su propio dolor. Da bastante igual que ese «algo más grande» sea un hijo, la familia, una empresa, escribir un libro, ayudar a niños a leer o buscar una cura para el cáncer. El objetivo es algo individual que no puedo dar. Pero la respuesta a la carencia de sentido de la vida es darle un significado claro y muy superior a nosotros. Ese objetivo siempre es el amor. No una forma de amor corriente. Es el amor que se define por su acción en el individuo depositario de ese sentimiento. Porque como se dijo «no hay hombre tan cobarde al que el amor no convierta en héroe». No sé si la frase era así, pero es fácil de comprender. Es la conciencia de estar luchando por algo mucho más allá que nosotros mismos y que merece ser defendido, lo que mantiene nuestro dolor como algo secundario y sin capacidad de destruirnos.

Por último, decir algo más. Dejad alguna pequeña miga de esperanza en vuestro camino. Quizás no para vosotros, quizás para otros. A veces, el peor círculo descendente puede frenarse con un «me importas», un «eres muy amable», «debería haber más gente como tú» o un simple «gracias por estar ahí». Hay millones de formas de prevenir. Todas útiles, todas necesarias. Y os lo dice alguien que tiene cara de haber dormido fuera de casa y mal. Hasta una sonrisa improvisada alumbra más que los ansiolíticos.

1 comentario en «Día Mundial de la prevención del suicidio.»

  1. Siempre he pensado que la vida, por sí misma, está cargada de sentido y cuando no es así, continúa valiendo la pena. Y al mismo tiempo, me preparo para morir, para que esta sea como lo vivido. Algo más de lo que aprender. Tengo 64 años y no me arrepiento ni de haber amado, ni de haber sufrido. De todo hay, o un poco, o un mucho. Pero mi balance continúa siendo que no me habría perdido ni uno solo de los minutos que viví. Y de los que me quedan. Y yo también n sin Dios.

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