El ocaso de los nuestros

En el décimo piso de un bloque de hormigón agrietado, en un suburbio olvidado de lo que alguna vez fue una nación orgullosa, vivía Goi, el último de su pueblo. A sus ochenta y siete años, sus ojos, aún fieros como el fuego en el bosque, miraban por la ventana hacia un horizonte de torres desordenadas, cables enredados y un cielo teñido con las estelas de los poderosos. El aire ya no llevaba el aroma de su infancia, ni el canto de los niños y sus abuelas, menos aún las leyendas que sus mayores contaban en la lengua que ahora solo él recordaba. En su lugar, el bullicio de lenguas extranjeras, el chirriar de neumáticos viejos y el eco de risas burlonas llenaban el vacío.

Goi vivía en un apartamento de una habitación, con paredes descascaradas y un suelo que crujía bajo el peso de los recuerdos. Pero con certificación energética. En un rincón, un altar improvisado: una piedra pulida del río de su infancia, una cruz y una antigua bandera, todo prohibido desde que las élites se vieron con la fuerza suficiente. Cada noche, Goi encendía una vela y murmuraba oraciones en la lengua de su madre, implorando ayuda a los suyos.

Fuera, el suburbio era un mosaico caótico de miles de comunidades extranjeras, traídas por la avaricia de aquellos que cambiaron la soberanía por oro y endeudaron a la generación de Goi. Las calles, antaño trazadas con la precisión de los antiguos caminos, eran ahora un laberinto de basura, grafitis y mercados ilegales. Las leyes y derechos de sus abuelos, eran pisoteados por quienes no respetaban ni el orden ni la memoria. Bandas de jóvenes, hijos de los nuevos colonos, se mofaban de Goi cuando lo veían caminar con su bastón tallado, llamándolo «viejo loco» o «el fantasma de un país muerto». Él no respondía. Solo apretaba los labios y seguía, con la dignidad de quien lleva el recuerdo de una nación entera sobre sus hombros.

Goi recordaba tiempos mejores, cuando su pueblo era luz y no sombra, cuando los niños jugaban en las plazas sin miedo a los nuevos habitantes. Recordaba los campos cultivados de las afueras, las canciones de su abuela y las fiestas en familia. Todo eso se desvaneció cuando las élites, hombres sin raíces ni moral, abrieron las puertas a la codicia y a los invasores. Vendieron la industria a extranjeros, destruyeron las familias y entregaron el futuro de la nación a bancos que no conocían sus nombres ni querían. Los suyos fueron atacados por el gobierno y los recién llegados, sus campos expropiados, su fe perseguida. Uno a uno, sus hermanos, sus primos, sus hijos, se perdieron en el exilio, la enfermedad, el desaliento o la soledad. Ahora, solo quedaba él.

En su soledad, Goi escribía. Sobre pedazos de papel amarillento(material ahora prohibido) y con un boli gastado, anotaba las canciones, los recuerdos, los nombres de su gente y los de sus verdugos. Era su rebelión contra la amnesia impuesta. A veces, en las noches más oscuras, soñaba con los ancianos de su pueblo, que le susurraban desde las sombras: «No dejes que muera nuestra gente». Pero el peso de ser el último lo aplastaba. ¿Quién recordaría sus nombres? ¿Quién cantaría las canciones cuando su voz se apagara?

el ocaso de los nuestros

Una tarde, mientras el sol se hundía en un cielo manchado, Goi oyó risas crueles bajo su ventana. Un grupo de jóvenes destrozaba un mural antiguo pintado por escolares hace 70 años, uno de los pocos vestigios en un callejón olvidado. Sus colores, aunque desvaídos, aún hablaban de ecología, tolerancia y otras patrañas. Goi bajó, tembloroso pero firme, con el bastón en una mano y la piedra del río en la otra. Los jóvenes lo rodearon, burlándose. «¿Qué haces, viejo? ¿Crees que tu mundo volverá?» Uno de ellos alzó un esprai para profanar el mural.

Goi no habló. En cambio, sosteniendo su bastón, avanzó y comenzó a cantar. Su voz, cascada pero poderosa, llenó el callejón con una melodía antigua. Los jóvenes se detuvieron, desconcertados. Algo en esa canción, en esos sonidos que no entendían, los hizo retroceder. Por un instante, el suburbio se quedó en silencio. El mural, intacto, brilló bajo la última luz del día. Y los jóvenes se fueron con la cara de asco que siempre tenían.


Goi regresó a su apartamento, exhausto. Sabía que no podía detener el avance del caos, ni la avaricia que había borrado a su pueblo. Pero mientras su corazón latiera, mientras sus manos pudieran sostener el dichoso boli, seguiría siendo el guardián de una memoria que jamás mereció desaparecer. Cerró los ojos y, por un momento, escuchó el viento de su infancia, soplando desde un tiempo que nunca debió ser olvidado. De un tiempo en que nuestra gente debió haberse defendido.


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