Nacido en el 90, creo haber visto aquellos que define a mi generación de forma clara. Una especie de maldición que nos persigue y no nos parece querer soltar. Esa puñetera ansiedad, frustración y sensación de vacío, como si todo fueran obligaciones con reproches y más problemas como recompensa.
Todo puede sonar a excusa, especialmente si me lee alguna persona mayor de 50-60 años. Aquellos que siguen haciendo chistes sobre nosotros ridiculizando nuestra condición de “la generación más preparada” mientras su trasero engorda tras 40 años en el mismo sillón sin mover un dedo. Si, puede que ellos tengan razón, puede que mi generación sea más débil. Afortunadamente para ellos, porque una generación más dura, reclamaría su lugar merecido y daría una patada en el culo a los veteranos de la gran guerra de sentar el culo. Pero no quisiera desviarme del tema. Con esta mención, ya he dejado clara mi posición sobre esa gente que sigue controlando todos los hilos y menospreciando el sufrimiento de los demás. Buena suerte con el Candy Crash.
La ansiedad y la presión que degenera en depresión entre mi generación -aunque no exclusivamente- la adjudico, tras mi experiencia, a algo muy claro. A haber reducido nuestra vida a los roles de trabajador y consumidor. Y, peor aún, a los roles de trabajadores y consumidores precarios. Personas a las que nos auparon para prepararnos y poder mejorar el futuro y que nos hemos encontrado con el eterno rol de becario explotado y sin vida personal. Personas a las que nos han enfocado a “realizarnos” en el trabajo y a conseguir las más altas cotas profesionales. Vaya, a frustrarnos y no conseguir nada. Y que nos culpen por ello mientras tampoco tenemos refugio. Poco alcoholismo he visto en mi generación para la que nos cae. Aunque la sospechosa incidencia de suicidios, depresión, enfermedades mentales y, también, ese obsesivo interés por la salud mental, dicen mucho. Especialmente ésto último, puesto que nadie se interesa por algo que no sufre. Y si tanta gente quiere salud mental, es que algo no anda bien en casa.
Voy a intentar ir al grano. Recuerdo la frase “la vida es sueño y lo sueños, sueños son”. Jamás me gustó, me parece nihilista y pesimista. Quizás sea mi interpretación demasiado literal. Pero tomada de otra forma, es cierta. El sueño es una ilusión. Y eso es la vida, ilusión. Pero no la ilusión como una quimera. La ilusión como sentimiento positivo respecto al futuro, con cierta alegría y esperanza. Con ganas de ver qué viene. Pero nos lo han arrebatado. Tenemos un terror patológico a lo que pueda venir, pura aversión al mañana. Nos hemos encontrado una situación tan insostenible y asfixiante, que nos ha dejado sin ilusión. Vemos todo como una amenaza en ciernes, como un problema que está llegando. Lo raro es no tener ansiedad. Nos han arrebatado la ilusión mientras nos metían con calzador el miedo y la sensación de fracaso. Y esto es algo que proviene de otros, no de quiénes lo sufren.

Las personas necesitamos un poso de ilusión y de esperanza por el mañana. Sin eso, no vivimos, nos arrastramos. Y es difícil dar soluciones cuando esta situación está enquistada. Pero si que puedo ofrecer unas palabras. Y es que, del mismo modo que las personas necesitamos cierto grado de ilusión para vivir, también necesitamos consecución. Y eso nos lo pueden arrebatar en el trabajo y, en cierto grado, a nivel social, pero jamás de forma absoluta. La vida necesita metas, fáciles, difíciles, cortas o largas, pero necesita proyectos y poder ejecutarlos con algún éxito. Se necesita un mínimo de éxito, de consecución porque nos ofrece una sensación de estabilidad y certeza. El mundo es incierto, por ello necesitamos, aunque sea de forma mínima, pequeñas referencias de estabilidad. Hay gente que consigue una «roca» en su pareja. Pero al final, incluso pequeñas piedras en el camino también sirven de certeza. Y no es referencia a la promiscuidad, es tener otras formas de certeza y estabilidad, quizás más pequeñas, pero que siguen allí. Llamémoslo amigos, familiares, aficiones, proyectos personales o lo que se quiera. Todo sirve.
No podemos estar permanente sin ninguna certeza sobre nada. No podemos estar dudando cada día sobre que pasará mañana sin tener ningún poso de calma. Ni mucho menos podemos estar solos en el mundo, sin saber qué hacer, sin planes ni proyectos, sabiendo que nos impiden tener cualquier atisbo de seguridad y seguir yendo cada día a trabajar como un hámster insistiendo en correr en la rueda para no llegar a ningún lado. Pero poder beber, comer alpiste y dormir para volver a correr en la rueda un día más. No somos hámsteres. Aunque haya quien lo crea y así nos trate.
Somos personas. Seres humanos. Otra cosa es que para ciertos mandamases el ser humano no es más que un paso evolutivo entre el pisapapeles y una mula de carga. Pero somos más complejos que un hámster, aunque más sencillos de lo que parece.
Nuestros problemas, nuestra ansiedad, nuestra tristeza y nuestra depresión se deben a muchos motivos, pero hay dos factores que vertebran tal enfermedad que nos corroe. Y es la soledad y el pensar demasiado. Ambas relacionadas íntimamente.
Pensar demasiado, en parte, es casi un instinto humano de anticipación. Y la anticipación es sana y necesaria para nuestra especie. Pero cuando esa tendencia a la anticipación se convierte en una espiral obsesiva de pensar y analizar para convertir pequeños hechos en grandes dolores de cabeza y problemas acechantes, también se convierte en un pequeño veneno. Y una gota no nos mata, pero cuando esa dinámica se repite día tras día, nos va consumiendo e intoxicando. ¿Y por qué sucede eso? Por soledad. Los introvertidos me entenderán. La soledad es tranquilidad y calma. Y también mucho tiempo libre para estar con nosotros mismos. Y estar con nosotros mismos acaba siendo pensar. Y la reflexión en soledad, cuando hay tensión, se convierte en el mejor campo de cultivo para pensar demasiado y crear problemas. Y eso genera retroalimentación. La soledad es a la salud mental un arma de doble filo. Nos puede dar calma a veces. Pero cuando la soledad sufre la chispa de un pensamiento negativo que se repite, es un fuego que rápidamente puede prender nuestro bienestar y dejarlo todo en cenizas.
Las personas extrovertidas, aunque también pueden sufrir este fenómeno, lo tienen más difícil. Porque ellas disponen de una herramienta muy eficaz para combatir pensamientos obsesivos y destructivos. Los demás. Al final, el gran muro de contención de toda esa epidemia contemporánea siempre ha estado allí. Pero nadie nos ha enseñado a verlo. Más bien, nos han hecho creer que es parte del problema. Nos hacen creer que las relaciones son problemáticas y parte esencial de nuestra depresión. Idea sin igual si pretendes tener millones de individuos solitarios y deprimidos, fácilmente tratables como carne de cañón y esclavos bebedores de té matcha.
Y si, las relaciones, sean familia, pareja o amigos, tienen problemas. En esta vida todo tiene problemas. Pero hay una diferencia sustancial. Y es que ninguna relación comercial, laboral o interesada ofrece la ventaja de que tu amigo se acerque a ti cuando estás en tus horas bajas y te pregunte «¿A quién hay que matar?». Ni el jefe más «gracioso» del mundo que te lleva en tus horas libres a perder el tiempo con gente a la que no quieres ver, te abrazará tumbado y te hará sentir que todo está bien. Ni jamás, el licenciado que cobra por hora y que te dice que tus problemas son un trauma con tu padre, te habrá arropado por la noche mientras estabas enfermo y vigilaba que durmieras bien.
Normalmente, toda nuestra ansiedad y, al final, aquello que de alguna forma podemos tratar de depresión- aunque es mucho más complejo y no soy psicólogo- se debe a la repetición sin pausa de un patrón de insatisfacción, frustración y rabia que no acertamos en diagnosticar ni detener.
Y es cierto que las relaciones humanas sufren problemas. Lo cual es lógico, porque dos personas conviviendo o compartiendo, son dos voluntades que pueden ser distintas.Y cuando son distintas, por fuerza chocan.Y una vence y otra se frustra. Ahí tenemos un origen de nuestros problemas inherentes a nuestra condición de animal social. Ya no digamos en organizaciones jerárquicas con decenas o cientos de personas diferentes.
Aunque también por ello, no sé cómo pero creo que fue un acierto, a los seres humanos se nos otorgó o desarrolló el afecto y la capacidad de implicación afectiva. Y no, no hablo de esa basura de “responsabilidad afectiva” tan manoseada por la redes sociales para poder tapar un carácter caprichoso detrás de jerga irrelevante. Hablo de implicación afectiva porque es lo que importa. Estar implicado conlleva ser parte de algo. La implicación afectiva es formar parte del otro. Es el tipo de empatía que, en mi opinión, verdaderamente importa. Porque sentir lo que siente el otro, debido a las neuronas espejo, puede darse sin gran importancia. Pero aquellos seres humanos implicados afectivamente unos con otros, forman una cadena que se mantiene firme y resiste. Un eslabón de cadena, sin nada más, es una pieza sin importancia y fácil de tomar. Una cadena completa en la que cada uno de sus eslabones se entrelaza con el otro, es otra cosa. El problema es confundir dos tipos de cadenas. La cadena a la que me refiero yo está basada en el entrelazado afectivo de amigos, familiares, amantes o, incluso, mascotas. Una cadena que nos sostiene y une, que nos permite resistir y ser mucho más que un pequeño átomo solitario en un cosmos lleno de hijos de puta. No lo confundamos jamás con esa especie de cadena de montaje o de consumidores en la que nos quieren convertir, en la que somos piezas sin conciencia que sirven a los intereses de cuatro a los que jamás amaremos. Necesitamos realizarnos con los nuestros. Gu ta gutarrak. Somos nosotros y los nuestros. No nosotros y los reproches de desconocidos.

¿Maldición para los introvertidos? Quizás, pero no lo creo. Puede que los grados de sociabilidad y le necesidad de interacción sean diferentes, pero los introvertidos también tienen esa carta disponible. Y con una ventaja, pues suele ocurrir que las relaciones de personalidades introvertidas son más profundas y mejor construidas. Mucha gente tiene colegas, pocos tienen amigos. Pero todos tenemos necesidad de apoyo. Y no es una vergüenza. Vergüenza es que nos hayan intentado vender la soledad,la explotación y el vacío existencial como libertad. Del mismo modo que nos vendieron que el éxito profesional tiene algo que ver con la vida real.
Yo no soy Mozart ni Chopin. No soy un genio que será eternamente reconocido por su obra profesional, por su muerte prematura y el drama. Soy un españolito desclasado, descendiente de una larga saga de desclasados y gente que sin ser famosos, me ofrecieron este lugar en el mundo. Soy el que se siente orgulloso de sus padres y abuelos. Soy aquel crio llorica al que su madre tenia que tranquilizar por las noches para no dormir en tensión. El mismo crio defendido por su abuela hasta sus últimos momentos. El niño traumado por la pérdida de un perro. El mismo niño que, llegado a adulto, encontró a Elur. Y el mismo que lo perdió. Un tipo puesto a escribir y a hacer webs porque no tenía claro qué hacer. Nada por lo que pasar a la posteridad. Ni falta que hace. Al final, me importa un bledo lo que piense o diga un jefe o un compañero aleatorio. Al final de mis días, lo que quiere recordar, es a aquellos a los que quise y quiero, a los que forman parte de mi. Y si por el camino, puedo hacer que ese viaje sea más agradable para otros y dejarles una parte de mi, fetén*.
Si, somos seres complejos, pero más sencillos de lo que creemos. Al final lo que necesitamos es conseguir pequeñas victorias y éxitos. Necesitamos nuestros pequeños proyectos y ver que podemos hacerlo. Y necesitamos que nuestros seres queridos nos vean vencer para recompensar su apoyo en nuestras horas bajas. ¿Lo demás? Pues lo demás suele ser la pelusa que se acumula y atrae el polvo si nos ponemos a pensar demasiado en lugar de actuar.
*Y no solamente eso, porque no soy una hermanita de la caridad. Si puedo perseguir, atacar y aterrorizar a los responsables intelectuales y materiales de que tanta gente sufra equivocadamente, miel sobre hojuelas.
Otras entradas