Nosotros y nuestros maestros

Tenía pensado hacer otra clase de artículo, pero a veces sobreviene la desgracia y hay que cambiar el rumbo.

Hace unos meses, de regreso a mi pueblo natal, me encontré a un viejo profesor de mi etapa en primaria. Maestro que siempre recordó mi nombre y se interesaba por mi vida con una sincera sonrisa en la cara. Una sonrisa que, creo, solamente se la he visto a tipos concretos de profesor cuando se encuentran con antiguos discípulos. Pero la ultima vez que lo vi, tenía cierto aire desorientado y confundió mi nombre. La edad no perdona. Pero su sonrisa seguía siendo sincera y agradable.

Desgraciadamente no podré volver a ver tan característica sonrisa. Parece que ese encuentro casual fue la despedida que se me ofreció para con mi profesor de lengua en primaria. Quizás sea uno de los momentos en que la vida da la oportunidad para decir adiós a alguien que fue importante en nuestras vidas. Ciertamente, es mejor eso que la nada.

Agustín Villalgordo imagen basada

Personas como mi profesor de lengua en primaria fueron clave en la génesis primera de mi uso de nuestra lengua. Yo mismo reconozco que todo es mejorable, no es humildad, es honestidad. Pero él fue uno de los responsables en otorgarme tan valiosa herramienta. No sé si estaría orgulloso de lo que escribo ni del tono. Pero es a él a quien debo el tener grito de guerrillero y no balbuceo de impotente. Estoy seguro de que él, persona sensata, formal y a la par cercana y agradable, puede que no sintiera atracción por mis actuales salidas de tono. Es normal, cada tiempo tiene su idiosincrasia. Mi profesor fue moldeado por unos tiempos, quizás más oscuros en algún aspecto, pero más suaves y optimistas. Hablo de un tipo de persona que realmente me hizo sentir que hubo un pasado mejor. Tampoco lo dudo. Pero mi generación y otras se encuentran atrapadas en un callejón sin luz, con poca esperanza pero mucho pretexto de corrección para empeorar la situación. No son tiempos para sutilezas cuando la correa estrangula pero no guía. Por eso realmente agradezco la labor de tal profesor y de muchos otros que he tenido, aunque mis líneas vayan dedicadas póstumamente a un nombre concreto.

Recuerdo cada día la frase de mi abuela «los valores vienen de casa». Esa siempre fue su forma de oponerse al discurso oficial y a cualquier amago de adoctrinamiento por parte de los entes públicos, principalmente en la escuela. Porque eso era lo que mi abuela temía para los suyos, caer en las garras de un estado totalitario. Jamás fue el miedo que tuvo con Agustín y otros profesores de la misma hornada. No sé si pensaría lo mismo en la actualidad. Por eso entiendo que fui enormemente afortunado por poder recibir en mi infancia, las últimas lecciones de unos profesores que venían de una etapa muy gris y que, seguramente, odiaban. Pero eso les hizo comprender el valor real de la enseñanza. No fueron producto de una facultad mediocre llena de pedagogos, demagogos y afiliados varios. Fueron gente que sufrieron las carencias severas de un sistema y las compensaron con su vocación y trabajo. No hablamos de profesores recién salidos de la universidad y ya pensando en sacar plaza para ser intocables y vivir dando lecciones mediocres de lunes a viernes mientras los festivos se convierten en un festival dionisíaco pero sin gracia.

Yo hablo de un tipo concreto de profesor que no espantaba a mi abuela ni a los niños. De un profesor que generaba respeto. Y si, también burla, porque éramos niños. De un tipo de ser humano elemental que hizo de la transmisión de la cultura y, si, también de valores, su oficio. Sin ellos, no estaríamos aquí.

Pero que no se confunda mi referencia a la transmisión de valores. Lo que horrorizaba a mi abuela, como a mí, eran los amagos totalitarios que pretenden implantar ideología como valores. Ante eso, lógicamente, el hogar y la familia son el único escudo. Creo que nunca lo necesité durante la mayor parte de mi infancia. Eso vino en la adolescencia. Porque en mi infancia recuerdo a ese profesor, formal pero siempre con una pequeña sonrisa. Jamás rechazando una pregunta. Siempre dispuesto. Jamás tolerando el caos de la irresponsabilidad y la desidia. Profiriendo un trueno seco de su voz que podría hacer cuadrarse a un teniente coronel. La misma voz que siempre se mostró comprensiva y comprensible. Hierro y seda. Contadas veces duro, pero si era necesario, no temblaba.

Recuerdo que cierta vez un compañero se desmayó por algún motivo que desconozco. El mismo profesor, habitualmente algo más duro con él porque era un hueso duro de roer, no dudó ni un momento en dirigirse como un rayo hacia mi compañero para tomarlo en sus brazos y llevarlo rápidamente. Mi compañero recuperó rápidamente la conciencia y no pasó nada. Pero recuerdo la rápida, prácticamente inmediata, reacción de mi profesor. Fue puro instinto de protección. No dudó, se dirigió afrontar la situación. Cada situación requiere una respuesta diferente. La disciplina no es crueldad, acaba siendo amor. Querer la rectitud del alumno no implica odio, es respeto por él y por el mundo. El respeto a la condición humana que lleva a la intervención inmediata. Se hace lo que es debido por el bien de los demás, el bien común y, también, por el bien propio. No deben ser incompatibles.

No sé si podemos encontrar lo mismo en la actualidad. Espero que existan personas de una talla similar y en número suficiente. Sé que entre mis amigos hay profesores de calibre similar, pero temo que no sean todos los que necesitamos.

Realmente admiro y respeto la tarea del profesor. Y, lo repito, creo haber tenido una enorme fortuna al encontrarme con profesores que eran la viva imagen de héroes cotidianos con tiza. Les agradezco a todos, pero hoy especialmente a uno, el haberme dado algunas de las herramientas que más aprecio. Es más, a veces me gusta pensar que profesores como ellos no nos dieron herramientas o conocimientos, nos pasaron el testigo de nuestra cultura para que la podamos utilizar y le demos nueva vida. Quizás no haya llegado a refinar tanto como quisiera aquello que me entregaron. Y es cierto que me gusta hacer bravuconadas con la lengua. Me puede el ímpetu infantil de utilizar cualquier cosa como garrote. Especialmente contra los que quieren arrebatarnos tales herramientas. Y cuánto más lo intentan, más aprecio lo que me transmitieron para devolver el golpe.

Por ello únicamente puedo decir una cosa a mi profesor, a sus compañeros y a los presentes profesores que intentan hacer de la educación el reducto del resurgimiento de la cultura y los valores humanos. Y no la infecta aula de laboratorio con niños en lugar de ratones que algunos pretenden. Solamente se me ocurre una palabra. Gracias.

Dedicado a Agustín y a todos aquellos docentes que con su trabajo levantaron y levantan a críos como nosotros para poder tomar el testigo de nuestra cultura.

balta elias agustín villalgordo

Original de Aitor Vaz publicado en Posmodernia el 20 de Octubre de 2025.

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