Del «derecho a la información pública» y otros cuentos

Ha sido gracioso escuchar hoy por la televisión, la afirmación «hay derecho a una información pública».

Primero, porque es evidente que no es más que una consigna de entre otras tantas consignas y no un razonamiento profundo. Al estar tratando de las manifestaciones en Madrid «por la sanidad pública», a un charlatán remunerado de la mesa se le ocurrió soltar esa frase biensonante. Porque lo público vende. La vivienda pública vende, la banca pública vende, la sanidad pública vende. Y ahora la información pública. Espero impaciente un derecho fundamental al calzado público y ver las calles tomadas por melenudos reclamando «unas sandalias cómodas, públicas y de calidad». Pero más allá de los chistes y de que es evidente que se oculta la falta de contenido y fondo tras eslóganes reutilizables, hay algo más en esa afirmación que es verdad.

Y ahí entra el factor inconsciente que todos hemos sufrido en uno u otro momento cuando actuamos como charlatanes. Que creyendo decir una cosa, revelamos la verdad de nuestras intenciones. Y no son nada similares a lo que queríamos vender.

«Espero impaciente un derecho fundamental al calzado público y ver las calles tomadas por melenudos reclamando «unas sandalias cómodas, públicas y de calidad» Aitor, servidor, otro negacionista prorruso bebelejías.

Se habla del «derecho a la información pública». Curioso. No hay derecho a la pluralidad informativa. Nada de libertad de prensa. El derecho de libertad editorial para que lo piquen las gallinas. Y, lógicamente, en ningún caso se mentará un derecho a una información veraz. Eso está desfasado y es peligroso. Que algunos rascan mucho, sacan conclusiones y se convierten en un peligro. Peligro público, obviamente.

Porque el camino llevaba años marcado pero se ha acelerado descaradamente y acontecimientos como la pandemia y la guerra en Ucrania revelan lo que se esconde tras eso de la «información pública». El supuesto derecho a la información pública no es más que el papel de colores que envuelve a lo que podemos llamar «verdad oficial». Y esa verdad oficial, elaborada por mentes perturbadas pero con mucho poder, al ser un «derecho», debe ser garantizado a toda la población. ¡Qué generosidad! ¡Gracias!

Si, mis agradecimientos son puro sarcasmo, pero hay una masa ingente de crédulos con derecho a voto que se creen ciudadanos que lo agradecen de verdad. Les falta tomar las calles con enormes carteles colgados en pecho y espalda. «¡La Verdad nos ha sido revelada! ¡El día se acerca! ¡Arrepentíos, impíos e incrédulos!».

Ridículo. Pero cierto. Y cada vez más probable. Lo que lo convierte en ridículo y, además, espeluznante. Te envuelven una verdad oficial como «derecho a la información pública», entonces dicen querer garantizarte ese derecho contra las amenazas y así te imponen fácilmente un relato interesado como un «bien público». Y una vez que se convierte en el discurso dominante tras una constante repetición en los medios de turno, ya nadie osa mostrarse disidente. Las dudas para los pollos.

Pero si alguien, medio o persona, disintiera, ya tenemos la táctica contra él o ellos. Creamos palabros para estereotiparlos y subhumanizarlos. Y aquí vale cualquier chorrada. Negacionista, bebelejías, prorruso, putinejo, lo que sea por evitar el debate entre iguales. Porque hay que defender al amo. Perdón, defender el «derecho a la información pública». Y la información pública no puede dar cabida a peligrosos discursos de sujetos antisociales que no se han sometido a la presión social. Gente sin ningún valor, lógicamente. Contra todos y todo mantienen una posición autónoma. Repugnante. Bebelejías, seguro.

Afortunadamente tenemos la fuerza de un estado endeudado hasta las trancas y controlado por dirigentes europeos elegidos en oscuras circunstancias para garantizarnos que tal escoria social no tenga forma de difundir sus ideas. Porque somos mejores. Tenemos la verdad oficial. Bueno, «la información pública». Y eso nos autoriza a difamar, acosar, amenazar y, llegado el caso, a censurar y bloquear medios de comunicación. No como la dictatorial Rusia cuando bloquea redes occidentales por «propaganda antirrusa». Nosotros censuramos y bloqueamos medios porque tenemos que garantizar la información pública y evitar la propaganda prorrusa. Que hay europeos ingenuos que se lo creen todo. Incluso que su opinión importa.

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