Ya llega el estío a nuestra tierra y, con él, las tan consolidadas tradiciones de nuestra nación en tan especial estación.
No hablo de las fiestas de los pueblos. Ni mucho menos hablo de esas tertulias de pueblo en sillas de plástico que quieren prohibir. Ni de nuestra fascinación por la sandía. Aunque cada vez menos, desde que se pueso a precio de jamón ibérico. Tampoco es mi intención hablar de los viajes a la playa con amigos o familia y, en los que siempre, hay un miembro que odia la playa, el calor y la gente, pero se ve obligado a ir. No es mi intención hablar de esas noches de sudor y zumbido de mosquito pasado de vueltas. Ni el sonido de los grillos en los campos. O el bullicio de las terrazas y las calles en la ciudad. Nada de eso. Es algo tan nuestro como los malos modales en Rusia o el picante en México. Quiero hablar de algo muy español y consolidado. Algo que tiene menos años, pero que ya forma parte de nuestro ser nacional.
Me refiero a algo que vemos y oímos cada verano de forma insistente y machacona. Me refiero, por si alguno no se lo imagina ya, a los reportajes sobre «¡qué calor que hace!».
No falla. Cada verano. Cada canal de televisión. Cada semana. Cuando se acerca el verano, ya están los reporteros buscando a gente en playas y calles del sur de España para que nos digan que hace calor. Por si alguien vive encerrado en un congelador con televisión y no se ha enterado que comienza la temporada de sudar. Y, siendo sinceros, lo entiendo en algunos casos. Por ejemplo, si llegase una ola de calor de 45 grados a Bilbao. O si se quisiera informar a alguien de Asturias. Pero para los demás, creo, es completamente prescindible.
Casi todos salimos a la calle en Junio y notamos que el anork es innecesario. Tan innecesario como esos reportajes. Yo, personalmente, estoy saturado y acabamos de empezar la temporada. Primero, porque ya sé que hace calor. Lo experimento cada día. No necesito que me lo diga una señora con el escote como una langosta en la playa para creerlo. Todas las imágenes de esos reportajes sobre «qué calor que hace» se han convertido en clichés. Ni innovan. Siempre lo mismo.
Preguntan a fulanos en la playa, en la calle más calurosa de Sevilla y sacan imágenes de niños jugando en una fuente, una señora con un abanico en un banco y un termómetro de la calle justo delante de una fuente. Son la triada del caos. Si ves esos tres elementos, ya sabes que te van a dar la murga con el calor. Quizás sea tolerable si se trabaja en una oficina con el aire acondicionado a tope. Pero para el obrero que está asfaltando en pleno verano, esos reportajes son como pasеarse con una ristra de morcillas a modo de collar en una mezquita. No es la mejor idea.

Es algo tan nuestro que cada día que hace calor en algún lado, van a buscar a alguien desesperadamente para que nos revele tal secreto. Cuando hay una ola de calor y en Sevilla superan los 40 grados, hay que ir de urgencia para que una señora nos recomiende beber y tener un abanico a mano. Lo cual me parece extraño. Tantos años dando por saco con el tema y siguen con el abanico a vueltas. Nadie habla del secreto mejor guardado por los españoles para combatir el calor en verano. Y no es el abanico, ni la playa, el tinto de verano ni el café con hielo. Es el irse al Corte Inglés o, en su defecto, al super más grande y más cercano para dar vueltas disfrutando del aire acondicionado. Lo que, ahora, ayuntamientos como el mío, llaman «refugios climáticos». Bueno, casi, mi ayuntamiento le llama refugio climático a una enorme lona que da sombra pero concentra más el calor, por lo que se pueden ver allí una nueva especialidad gourmet, que son pensionistas al vapor.
Y tenemos lo de beber agua e hidratarse. Tesis de la señora del abanico que, incluso, refuerzan con un experto en calores que afirma que es necesario rehidratarse. Gracias, muchacho, si no me lo dicen, me pasaría dos semanas sin beber en plena ola de calor.
En conclusión, una vez más, se demuestra que somos gente de tradiciones. Ya espero impaciente a Ramontxu y mi café con hielo.
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